sábado, 13 de diciembre de 2014

El rey ego

Se decía que el rey siempre se rodeaba de tres consejeros: uno para la guerra, otro para la economía y otro para el pueblo. Cada uno de ellos intentaba persuadir al débil rey de que debía adoptar unas políticas u otras dependiendo de sus intereses. Un día, cuando el viejo rey murió, el panorama cambió. Su sobrino, cegado por el brillo de una corona que le venía grande decidió dejar de contar con los consejeros, que a pesar de todo buscaban un consenso entre su propio interés y el del pueblo. El nuevo rey, un déspota ilustrado y sin ilustrar, solo quería el beneficio más inmediato para él y esto provocó que los tres antiguos consejeros decidiesen actuar. El consejero de guerra, experto estratega y capitán general del ejército, era el que iba a coordinar la operación. El consejero económico conseguiría financiación, mientras que su homónimo encargado de las relaciones con el pueblo, hablaría con los representantes de este para movilizarlos frente al nuevo rey y sus benefactores, que eran pocos, pero importantes.

Una noche, semanas después de la decisión, las tropas que pretendían derrocar al rey rodearon el palacio y a la mañana siguiente, cuando los centinelas de palacio descubrieron el asedio, no tuvieron más remedio que alertar a su majestad que tras conocer los detalles de la situación envió a un mensajero para que trajese a los artífices de esta rebelión.
Los consejeros se sentaron frente al rey en una mesa bastante pequeña en comparación al resto del mobiliario del salón que ocupaban. El consejero de guerra, director de operaciones, habló el primero. Explicó al rey que su régimen totalitario había cambiado la mentalidad del pueblo y esto había servido de lanzadera para una revolución que iba a acabar con su reinado. El rey, lejos de temer esta afirmación, se limitó a amenazar al pueblo con represalias si no retiraban a las tropas rebeldes de los alrededores de palacio. El capitán del ejército, perplejo ante la indiferencia del un rey asediado dio por terminada la reunión y fijó las diecisiete horas de ese mismo día como fecha del ataque. El rey, sin articular palabra permitió a los tres marcharse y pronto se reunió con las tropas que aún le prestaban servicio.

A las diecisiete horas un cañonazo derruía una pared de la muralla del castillo y servia como señal para el inicio de la batalla. Varios más terminaron por crear un boquete por el que las tropas rebeldes podían hacer daño al ejército nacional. Cuando la contienda se encontraba en su apogeo, el rey salió al balcón más amplio del palacio y vio como la fuerza de un pueblo unido terminaba por tumbar la autarquía en la que se encontraban sumidos. El pueblo unido luchando contra la madre patria.

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